La luz de la luna apenas traspasaba la copa de los árboles,
por lo que Amaya no quitaba ojo del amarillento halo que emitía la linterna.
Conocían este sitio como la palma de su mano, lo habían pateado muchas veces
cuando salían a hacer senderismo, y aun así se aferraba al brazo de Pedro
temerosa de todo lo que les rodeaba. Se sentía como la tonta protagonista de
una película de terror; esa que, solita y sin ayuda de nadie, va a parar a la
guarida del psicópata asesino. Y todo por culpa de Pedro, aunque siendo sincera
él no le había puesto una pistola en la
sien para que lo acompañase en esta locura…<< ¡Ves! La perfecta rubia tonta de película mala de serie B. >>
se recriminó mentalmente mientras clavaba las uñas en el antebrazo de su marido
y paraba en seco al escuchar lo que le pareció un gruñido.
— ¡¿Has oído eso?! —dijo con voz temblorosa pegada al cuerpo
de Pedro.
— ¿El castañear de tus dientes?, como para no oírlo.
— ¡No tonto! El quejido de un animal, como de un lobo o algo
así.
La carcajada de Pedro resonó en la oscura noche con tal
fuerza que estaba segura que todo bicho viviente a tres kilómetros a la redonda
ahora estaría alerta.
— ¡No eres tonto, eres gilipollas! ¡Ahora sí que sabrá que
estamos aquí en el bosque!
— ¡Por dios, Amaya! Ni esto es un bosque ni
nadie nos vigila… ¡Estas paranoica!
Soltando un suspiro resignado, Pedro enfocó
la linterna hacia su derecha.
— ¡Ves! Ahí abajo, a menos de trescientos
metros, está la playa y a unos tres kilómetros por allí…—espetó al tiempo que
alumbraba hacia la izquierda— está el pueblo. Estamos en medio de una arboleda
y te puedo asegurar que ningún lobo feroz vendrá a comerse a mi dulce
caperucita.
Tras darle un fugaz beso en los labios Pedro
tiró de ella instándola a seguir andando.
Esa misma mañana mientras paseaban por la
playa, cogidos de la mano como dos tortolitos, habían encontrado una botella
con una nota en su interior. Ella fue reacia a cogerla, pero Pedro, como
romántico que era, estaba seguro que sería un mensaje de amor de siglos de
antigüedad y no estaba dispuesto a dejarlo allí para que el mar lo volviese a
engullir; no había estado equivocado en su suposición. A mediodía cuando
llegaron a la casa rural donde se hospedaban, la misma de los últimos cinco
años, procedió a quitar el corcho que, para sorpresa de Amaya, estaba en buen
estado, cosa mosqueante si se trataba de algo antiguo, pero que Pedro obvió.
Dentro, una cuartilla amarillenta y escrita con tinta, desvelaba los amores de
un hombre por una mujer casada. Junto a ésta otro papel, algo más pequeño,
revelaba una especie de mapa donde una cruz marcaba el sitio exacto donde se
daría lugar el próximo encuentro de los amantes.
Entusiasmado con el hallazgo, Pedro bajó
corriendo a la cocina para enseñarle a Mercedes, su casera, el tesoro que había
encontrado. La primera reacción de ésta fue algo extraña, pues su mirada por
unos segundos parecía presa del miedo, o eso le pareció a Amaya; no obstante
fue Santiago, su marido, quien, con su habitual desparpajo, les relató la
historia que era sabida por todo el pueblo. Según él, ya en tiempos de sus
abuelos, contaban a modo de cuento la trágica, pero a la vez romántica,
historia de los amantes de la cueva. Dos jóvenes enamorados que, siendo ella
obligada a desposarse con un señor mayor, se encontraban en una cueva, de la
cual nadie sabía su ubicación, para dejar aflorar su amor. Lo hicieron durante
años hasta que un día, el susodicho cornúpeta, consiguió encontrar el nidito de
amor y en un acto de furia mató a ambos amantes, creando así la leyenda en la
que se creía que las almas de estos dos jóvenes seguían en la cueva
bendiciendo, con amor eterno, a quienes encontraran su idílico escondite.
Pedro no necesitó mucho más, que el misterio
que ponía el embaucador de Santiago al contar la historia, para decidir que esa
misma noche sacaría a relucir su lado aventurero a lo Indiana Jones. Y ahora se
encontraban en plena noche, mapa en mano, frente a la dichosa cueva. Solo unos
pasos más y entrarían a formar parte de los cientos de incautos que, guiados
por su simpleza y creyendo en cuentos de viejas, serían motivo de mofa horas
más tarde en el pueblo.
Amaya estaba perdida en sus pensamientos
cuando de pronto fue violentamente separada de su marido, volviéndose todo
oscuridad para ella al golpear su cabeza contra una piedra.
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La conciencia volvió a ella, perezosa, sin
prisa, como cuando despiertas de un sueño en el que quieres quedar sumida. Pero
esto no era ningún sueño, más bien una pesadilla. Le dolían las muñecas y los
deltoides le ardían, apenas tocaba el suelo con la punta de sus dedos desnudos
y sentía como si su corazón se hubiese trasladado a su sien izquierda. Abrió y cerró los ojos un par de veces en un
intento porque estos se adaptaran a la escasez de luz, pero fue inútil; allí no
podría guiarse por ese sentido. Con algo de miedo inspiró fuertemente
consiguiendo que sus fosas nasales captaran el olor a humedad que, junto a la
sensación de frio y oscuridad, la alertaron de que se encontraba a varios
metros bajo tierra… << ¿O dentro de
una cueva y atada?>>pensó y confirmó cuando estiró los dedos de ambas
manos tocando las frías cadenas de las cuales colgaba su cuerpo desnudo. Un
perturbador escalofrío recorrió su cuerpo.
— ¿Pe…Pedro? —musitaron sus
labios secos con un hilo de voz sin poder contener las lagrimas en sus ojos.
El
leve empujón de unas manos en su espalda la hizo balancearse y un grito quedó
ahogado en su garganta cuando unas fuertes manos envolvieron sus antebrazos
inmovilizándola. Notó el calor de un cuerpo pegado al suyo, el sonido errático
de una respiración y el cálido aliento sobre su cuello. La nada la envolvía
impidiendo su capacidad de reacción, pero en cuanto unos pringosos labios
entraron en contacto con el lóbulo de su oreja no pudo evitar estremecerse ante
su roce y comenzar a sacudirse. La razón le decía que sería en vano, que no
podría escapar de él, pero la mente no atendía a razones en ese momento. El
grito antes muerto cobró vida desde lo más profundo de sus entrañas cuando su
espalda fue lacerada, haciéndola presa del dolor, lanzándola a la paz de la
inconsciencia, no sin antes notar como el monstruo tras ella lamía su herida.
No
sabía el tiempo que había pasado, solo que esta vez, cuando había abierto los
ojos, la cueva se encontraba iluminada por unas antorchas fijadas a la pared.
Apenas emitían luz, pero era suficiente para que ella pudiese reparar en que
efectivamente se encontraba en el maldito agujero de los malnacidos amantes; y
no era la única que había pasado por allí. Su cerebro, aun medio embotado,
intentaba asimilar lo que sus ojos veían: mochilas, ropa, tanto de hombre como
de mujer, al igual que infinidad de calzado. También decenas de linternas,
algunas viejas y oxidadas, otras nuevas como la que llamaba su atención sobre
las demás amontonadas en un rincón.; la suya.
Recorrió
con la mirada el lugar, no quería dejar pasar ningún detalle por ínfimo que
fuese, aunque dudaba que saliera de aquí con vida. El suelo era de tierra fina,
como si hubiese sido barrida y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, las
cuales ya eran pocas, elevó todo lo que pudo la cabeza para vislumbrar las
paredes de roca irregular similares al techo. Frente a ella, a su izquierda, un
colchón raido y sucio; a su derecha, una mesa vieja donde instrumental
quirúrgico, pues eran herramientas como las que ella utilizaba en su trabajo,
descansaban junto a centenares de cuartillas amarillentas.
Un
olor, familiar para ella, destacó sobre el que emanaban las paredes y suelo. El
olor a tierra y humedad quedó relegado. Sin embargo no fue hasta que sintió el
tacto resbaladizo y cálido de unos dedos sobre sus brazos que pudo discernir lo
que su olfato había captado. Era sangre, sangre todavía fresca y caliente, lo
que sus manos habían dejado sobre sus brazos. Un fuerte tirón de pelo hizo que
alzara su cabeza. Sabía que era así por como notaba su cuello ahora tenso, pues
su cuerpo trémulo se centraba en el inmenso dolor de brazos y espalda…<< ¿Que era un simple tirón de pelo comparado
con el cansancio de sus extremidades o con la incisión que cruzaba su espalda? >>pensó
sarcásticamente.
—Hace
años que no me envían a una mujer, estoy ansioso por probarte, pero antes te
contaré mi verdadera historia —bisbiseó el que supo sería su verdugo con voz de
ultratumba y siniestra junto a su oído, preñada de ansiedad, al igual que la
parte de su anatomía que presionaba contra ella.
En ese preciso instante Amaya gritó con toda
su alma, pues algo le decía que lo de probarla no era ninguna perversión
sexual, más bien carnal; en el más crudo sentido de la palabra.
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Santiago
con un gruñido, digno del más fiero de sus perros de caza, alzó la cabeza de su
tarea y clavó la mirada en su mujer que, con manos temblorosas y ojos llorosos,
miraba al suelo embelesada en los cristales en que se había convertido la
botella que albergaría un nuevo mensaje de amor. Con furia arrugó el trozo de
papel amarillento, el cuarto que desechaba. La edad ya no le permitía escribir
con la misma letra distinguida y señorial. Su puño no era firme, pero si encima
le sumaba el tener que estar escuchando los sollozos de Mercedes las cosas
empeoraban.
—
¡Mujer deja de llorar por ellos! Sabes que no hemos tenido más remedio. Este
año la crisis ha hecho que no tengamos reservas para este mes—dijo sin
remordimiento mientras se levantaba y se acercaba a su querida esposa—
¿Hubieses preferido que llegara el aniversario y saliera en busca de…
La
voz firme de su mujer no lo dejó terminar.
— ¡No!, tienes razón ha sido lo mejor—sentenció la afligida Mercedes—,
se me pasará… como siempre.
¡¡Hay pobres!!
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