Me repetía, una y otra vez, que aquellas personas iban disfrazadas, maquilladas, que nada era real. Una diatriba, apenas audible, llegaba a mis oídos: «Es ella, es ella…», decían las voces.
Seguí caminando por el foso. Un sudor frío perlaba mi frente, mi respiración estaba acelerada y mi corazón latía desenfrenado.
«Mírala, por fin tendremos nueva compañía».
Una punzada me traspasó el pecho, las piernas me flaquearon, el aire ya no llegaba a mis pulmones; fue entonces cuando la vi, empuñando su guadaña dispuesta a asestar su último golpe.
La muerte me había seguido hasta este foso del que nunca saldría.